
Crítica de la Berlinale: Ari desvela el hermoso misterio de una vida corriente
Ari, el tercer largometraje del director francés Léonor Serraille, es el retrato de un joven hipersensible que reflexiona sobre su lugar en el mundo mientras busca a personas de su pasado para mantener conversaciones que nunca tuvieron lugar. Si esto suena como la premisa de una parodia de los dramas franceses hablados, durante un tiempo realmente lo sugiere, hasta que los tropos y estereotipos percibidos se desvanecen para revelar un núcleo crudo y humanista que es cualquier cosa menos cliché.
Ari (Andranic Manet) es un profesor en prácticas de 27 años. Desde el principio vemos que es torpe con los niños, y en un momento dado se desmaya en clase. Tras una discusión con su padre, le echan de casa. Con su carrera en entredicho y sin un lugar donde quedarse, Ari se encuentra en una crisis previa a la mediana edad, forzado a reavivar amistades y a explicarse a sí mismo ante personas a las que ha cortado por el camino. A través de estos encuentros -algunos cordiales, otros tensos o francamente conflictivos- vamos recogiendo pistas que desvelan el hermoso misterio de una vida de lo más corriente.
Una vez más: se trata de una película muy francesa. La gente habla, debate y discute mucho. Comunican cada pequeña emoción que se les pasa por la cabeza utilizando un vocabulario minuciosamente descriptivo que sólo parece disponible en francés. Los largos diálogos pueden provocar reacciones alérgicas en algunos espectadores, pero hay que decir que el guión de Serraille es una obra notable. Sin recurrir a la exposición, construye el personaje central a través de sus conversaciones con los demás. Nos enteramos de la temprana muerte de su madre, de sus ideas sobre el éxito en la vida para mantener a su familia y de la relación fallida con una novia que se quedó embarazada. Nada de esto se utiliza para explicar expresamente nada acerca de cómo resulta Ari, pero estos detalles se suman a un perfil convincente y profundamente íntimo del hombre que vemos en pantalla.
Quizá lo más sorprendente es que la película nunca intenta convencer a nadie de por qué debería molestarse con un perdedor como él. Simplemente presenta las esperanzas y los remordimientos, las dudas y la confusión de alguien que intenta hacer el bien por sí mismo y por los que le rodean. Al ver las decisiones que tiene que tomar y cómo debe vivir con las consecuencias, uno se da cuenta de lo valioso y profundo que es el viaje de cada persona. Hacia el final de la película hay una revelación sorpresa sobre el hijo que Ari nunca tuvo. Es una prueba de la fuerza del guión que para entonces uno se sienta tan implicado que la ternura de este momento sea casi demasiado para soportarlo.
Otra escena que ejemplifica las habilidades y los instintos de Serraille es el encuentro fortuito entre Ari y un jardinero en la villa costera de su amigo. Los dos hombres heterosexuales se encuentran en circunstancias un tanto inusuales y las vibraciones pasan de sospechosas a curiosas y coquetas más rápido de lo que cabría esperar. Al final, el intercambio no da lugar más que a un beso y ambos participantes pueden volver felizmente a sus estilos de vida heterosexuales, pero la escena, maravillosamente escrita, no sólo pone de manifiesto el ojo observador y el toque naturalista de Serraille, sino que nos recuerda lo absurdo que es que tengamos reglas sobre cómo podemos experimentar el placer cuando gran parte de nuestras vidas transcurre lidiando con dificultades y penas.
Por brillante que sea la escritura de Serraille, Ari no habría funcionado si no fuera por el corazón y el alma que Manet aporta a su papel. No es un personaje del todo simpático. Es bastante inadecuado, no especialmente valiente, no siempre sabe lo que hay que hacer o decir. Se pasaría dos horas sentado delante de un cuadro intentando comprender lo que dice el pintor. ¿O quizá sólo busca algo que le distraiga de lo que tiene que afrontar fuera del museo? Con un rostro abierto que expone la interioridad de su personaje de forma tan completa e inmediata, Manet encarna a Ari hasta el último de sus defectos. La honestidad de su interpretación corta el aluvión de palabras y da a la película su centro emocional. Incluso sin arrebatos dramáticos, las escenas en las que descubrimos por qué hizo que su ex novia abortara a su hijo y cuando se da cuenta de lo que ella le está diciendo cuando se reencuentran son tan conmovedoras que te golpean directamente en las tripas.
Con una duración de 88 minutos, Ari es un retrato aparentemente modesto de un protagonista poco espectacular. Sin embargo, en realidad no hay nada ligero en una película que se interesa tan genuinamente por las luchas del hombre corriente, que capta facetas de la experiencia humana con tanta elocuencia. No se deje engañar por su afrancesamiento: ésta es de verdad.
Ari se estrenó en la Berlinale de 2025.

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