
Reseña de Locarno: Mare’s Nest irradia una curiosidad desmedida y contagiosa por lo desconocido
Mucho antes de que llegaran a designar un estado de confusión desesperada, las palabras “mare’s nest” significaban algo más electrizante: la emoción por aquello que no existe. Esa es una buena manera de pensar sobre el cine de Ben Rivers. Posados en el intersticio entre utopías y distopías, sus películas se despliegan en espacios aislados poblados por errantes solitarios que hace tiempo abandonaron las comodidades de la vida del siglo XXI. En The Origin of the Species, un viejo ermitaño que vive en los bosques de Inverness-shire medita sobre las teorías de Darwin desde el confinamiento de su casa aislada. Transportándonos desde la isla polinesia de Tuvalu hasta el territorio natal de Rivers en Somerset, Inglaterra, Slow Action reutiliza estos lugares remotos como civilizaciones futuristas, mientras que Bogancloch culmina una trilogía centrada en un músico escocés que ha acampado en un rincón remoto de Aberdeenshire. Puede ser difícil saber si los personajes de Rivers han abandonado voluntariamente la modernidad o si han sobrevivido al Armagedón, si el mundo más allá de sus hogares apartados sigue funcionando o lleva tiempo devastado. Pero incluso en su momento más apocalíptico, su cine nunca es sombrío. De él emana una maravilla infantil por estas tierras inexploradas y sus habitantes; en el mejor de los casos, la emoción resulta contagiosa.
Así ocurre con Mare’s Nest, una película que está a la altura del significado más antiguo y rejuvenecedor de su título. Ambientada en un mundo donde los adultos han desaparecido y los edificios se han convertido en escombros, la última de Rivers sigue a Moon (Moon Guo Barker), una niña que recorre la vasta extensión yermas y libre de mayores en un viaje cada vez más surrealista. Qué ocurrió, cuándo o por qué son preguntas que no inquietan a Rivers, y etiquetar Mare’s Nest como una road movie sería demasiado simplista; el camino de Moon no es tanto lineal como elíptico, abierto a digresiones y voces extrañas. Escrita por Rivers, la película se extiende a lo largo de ocho capítulos, uno por cada encuentro de la niña, el más largo de los cuales ve al cineasta adaptar la obra de un acto de Don DeLillo de 2007, The Word for Snow. Igualmente obsesionada por un cataclismo inminente, la pieza escenifica una conversación entre un erudito que ha abandonado su trabajo y se ha retirado a una montaña, un peregrino que ha venido a buscar su sabiduría y un intérprete que media entre sus distintos idiomas. En la versión de Rivers, los tres papeles los interpretan niños (con Moon como el peregrino) que lidian con el fin del mundo y con cómo hablar de ello de manera que tenga sentido. No se puede negar la naturaleza disparatada y recursiva del intercambio: la réplica rebosa de repeticiones, incongruencias, frases que flotan, incompletas, como brasas moribundas. Pero esa cualidad alienante está en consonancia con el texto original así como con el propio enfoque de Mare’s Nest hacia el lenguaje.
Esto no es solo un raro ejemplo de una película que hace justicia a un texto de DeLillo. Hacer que los niños reciten sus líneas con la máxima seriedad captura la solemnidad cómica de sus diálogos de una manera que White Noise, de Noah Baumbach, nunca logró del todo. Es también una escena que ejemplifica la postura de Rivers hacia las palabras y su doble capacidad de revelar y oscurecer. Por difícil que sea encontrar las adecuadas para describir la catástrofe venidera, el erudito profetiza que un día solo tendremos palabras, y que, a medida que el planeta se descomponga, éstas reemplazarán efectivamente a los objetos que describen: los niños no jugarán con la nieve sino “con la palabra para ella”. Se puede leer la primera mitad hablada de Mare’s Nest como acomodando esa sugerencia. Lentamente, sin embargo, la película se despoja de la palabrería en favor de algo más esquivo, en el que la narración se vuelve etérea y las palabras casi superfluas. No es de extrañar que Rivers nombre uno de los capítulos tardíos de Mare’s Nest por su Ah, Liberty! de 2007. Instantánea monocroma de la vida en una tierra sin nombre, nevada, con niños jugando alrededor de montículos de escombros, ese cortometraje contiene una línea que resuena como declaración de intenciones: “Liberty is the absence of ideas [...] Feelings, impressions—that’s the real life.”
No hace falta ser un experto en el cine de Rivers para percibir cómo se manifiesta este giro en Mare’s Nest. Para cuando Moon empieza a bailar con otros alrededor de una hoguera (“Moon joins some local rituals”, su cuarta parada), la película se desliza hacia una fantasía alucinatoria, una sensación evocada tanto por sus imágenes como por sus paisajes sonoros, en la que cantos ominosos dan paso a ritmos jazzísticos más frenéticos. Es aquí donde Rivers crea su segmento más hipnótico, dejando atrás a Moon para volcarse en una película dentro de la película, en la que un grupo de niños atormenta a un Minotauro en el laberinto de una cantera menorquina. (Rodada en las Islas Baleares, el norte de Gales y la España continental, Mare’s Nest alterna sin fisuras entre ellas, alimentando la sensación de que Moon atraviesa un mundo que no solo está espectralmente vacío sino también enteramente, vigorosamente nuevo.) Es el primer segmento que introduce un atisbo de conflicto en lo que hasta entonces se había desplegado como una fábula suave y cadenciosa, y esa tensión se filtra gradualmente en el tejido del film. A partir de ese punto, las imágenes que Rivers y la co-directora de fotografía Carmen Pellon capturan se vuelven más inestables, propensas a fallos, manchas y destellos — una estética en decadencia que armoniza con un mundo hecho jirones.
Esto también coincide con el resto de la obra de Rivers. Hay una fragilidad en sus películas —rodadas en celuloide y procesadas a mano— que puede hacer que se sientan como reliquias antiguas, obras que amenazan con desintegrarse mientras las miras. Pero esa perecibilidad explica su vitalidad extraordinaria. Con su énfasis en personas y lugares que parecen existir fuera de la Historia, el cine de Rivers no solo ilumina estilos de vida alternativos, sino una forma alternativa de pensar el medio y su capacidad para conjurar algo que tanto Moon como Mare’s Nest irradian: una curiosidad desmedida por lo desconocido.
Mare’s Nest se estrenó en el Festival de Cine de Locarno de 2025.
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